Una avenida vacía, de tierra
de ruido sordo.
Le rodeaban unos cuantos callejones
de piedra y canto. Y llanto.
En el castillo habitaban geometrías nuevas:
un cúmulo de desconocidos familiares,
una fiesta en calma,
el abrazo tímido de vez en cuando y
una cómoda incertidumbre.
El río nos miraba ardiente,
nos rodeaba generoso,
inundándonos
impasible e incesante.
Hubo risa, curvas y pan.
Nada nos faltó.
Solo, quizás, nosotros.
Pero la música se hizo refugio y,
la luz que dibujaba un ángulo afilado esa mañana,
fue la errante perfección inesperada.
I
Esta vez ella fue sin armadura. Intuía que todo riesgo estaba tomado de antemano. Fue a entregarse sin reparo ni consuelo. Sabía que los tiempos se superponían para que atravesara desafíos antiguos.
Entonces desarmó la maleta vacía mientras abría todas las ventanas. Llevaba puesta alguna que otra premisa dentro, que fue diluyendo en la medida que se ofrecía en esta especie de sacrificio que ella misma deseó hace miles de años. Dejó depositadas fuera todas las preguntas que cargaba a cuestas y empezó a encontrarse, desde la desnudez, que todo era simple y tranquilo y que podía continuar el camino sin vestiduras. Estaba en las manos de algo mas grande que su voluntad.
II
Un día vio que en el horizonte, donde se juntan los colores, brotan respuestas sordas y encendidas sin parar que traducen el silencio compartido. Ella iba dejando entrar la llama por una profunda cavidad que le ayudaba a asimilar el sentido de las cosas desordenadas, deshabitadas aún, y se dispuso a estar y abrazar en la medida que lo que le rodeaba estuviera dispuesto a ello. Entonces él – o alguien, o algo – apartó su mano y las paredes comenzaron a desmoronarse. Se abrió el suelo, el cielo y de inmediato se extendió en ella una grieta de dudas sin estrenar.
Desconcertada por una ecuación que no era equivalente, dejó caer a borbotones todo lo que ya no podía sostener en la mirada. Un montón de palabras se arrancaron los ojos en la punta de su lengua pero no lograron asirse a ninguna columna cercana. Entonces, abandonó la resistencia. Se dejó ir nuevamente con las heridas oxigenadas y entendió que ninguna voluntad decide, que es dueña un único y brillante refugio: el espacio que su propio cuerpo ocupa y la inmensidad que allí cabe.
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